
Por: Claudia Campos
Óscar Arnulfo Romero, nació en Ciudad Barrios el 15 de agosto de 1917. Fue párroco de Anamorós, La Unión, luego llamado a San Miguel donde estuvo 20 años. En 1970 es nombrado Obispo Auxiliar de San Salvador, y más tarde en 1974 es nombrado Obispo de Santiago de María, siendo aquí su primer encuentro cercano con la realidad que afrontaban los campesinos, sindicatos, estudiantes y otros sacerdotes populares organizados. Él abría las puertas de la catedral para que los campesinos tuvieran un techo para pasar la noche haciéndose amigo de ellos.
Como Obispo de Santiago de María comprobó lo que conoció en San Miguel, sus amigos ricos que ayudaban en obras de caridad, eran los mismos que negaban a sus trabajadores los salarios justos. En medio de de un ambiente hostil, de injusticias sociales, represión e incertidumbre, Monseñor Romero es nombrado en 1977 Arzobispo de San Salvador.
Para la oligarquía salvadoreña, el nombramiento de Romero fue causa de alegría pensando que iba a frenar el avance pastoral y social de la Arquidiócesis. Por el contrario le dio un nuevo impulso profético a la labor de la Iglesia: “Sentir con la Iglesia”, dedicó parte de sus homilías transmitidas por la radio a denunciar las injusticias y represiones que afrontaba el pueblo salvadoreño, llamando a la conversión y a la paz, convirtiéndose así en la “Voz de los sin voz”.
Luego del asesinato de su amigo, el sacerdote Rutilio Grande, Monseñor Romero cita las enseñanzas de su Papa favorito, Pío XI: “La misión de la Iglesia no es desde luego política, pero cuando la política toca el altar, la Iglesia defiende el altar.” Romero exigió el esclarecimiento del asesinato de Rutilio Grande, prometiendo no aparecer en ningún evento con el gobierno de no encontrarse a los culpables. Y así lo hizo.
Monseñor se convirtió en el defensor de los derechos humanos de los pobres y marginados. Muchas personas acudían a él para denunciar las diferentes violaciones de los derechos humanos para lo que creó la Oficina de Socorro Jurídico, más tarde llamada Tutela Legal, para investigar los hechos. En su sermón del 16 de marzo de 1980 formuló claramente su labor pastoral:
«Éste es el pensamiento fundamental de mi predicación: nada me importa tanto como la vida humana. Es algo tan serio y tan profundo, más que la violación de cualquier otro derecho humano, porque es vida de los hijos de Dios y porque esa sangre no hace sino negar el amor, despertar nuevos odios, hacer imposible la reconciliación y la paz. Lo que más se necesita hoy aquí es un alto a la represión.»
Lejos de fomentar el odio y el rencor, las denuncias de Romero a las violaciones de los derechos humanos pretendían fomentar la reconciliación y el amor entre los salvadoreños. Pero esto no le impidió ver el egoísmo de la oligarquía de querer tener cada vez más y más dinero, aunque esto costase el sufrimiento innecesario de las mayorías empobrecidas del pueblo.
Pese a las múltiples amenazas de muerte recibidas su opción por los pobres, lo anima a seguir en la línea que está llevando, a pesar de que esto pone en peligro su vida:
«Aunque me maten, no tengo necesidad. Si morimos con la conciencia tranquila, con el corazón limpio de haber producido sólo obras de bondad, ¿qué me puede hacer la muerte? Gracias a Dios que tenemos estos ejemplares de nuestros queridos agentes de pastoral, que compartieron los peligros de nuestra pastoral hasta el riesgo de ser matados. Y yo, cuando celebro la eucaristía con ustedes, los siento a ellos presentes. Cada sacerdote muerto es, para mí, un nuevo concelebrante en la eucaristía de nuestra arquidiócesis. Y sé que está así, dándonos el estímulo de haber sabido morir sin miedo, porque llevaban su conciencia comprometida con esta ley del Señor: la opción preferencial por los pobres.» (Homilía del 2-9-1979)
Fue asesinado el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba Misa en la Capilla del Hospital de la Divina Providencia.